y en el momento de mayor necesidad
nos convencieron
de construir un becerro de oro
y adorarlo.
Pronto comenzamos, por las noches
a arrancarle la superficie dorada
la piel de oro.
A venderla a los pueblos contiguos.
A comerciar con ella.
En las adoraciones,
fingíamos que el becerro estaba igual.
Completo.
Sagrado.
Todos callábamos.
Nuestra hambre era más fuerte que nuestra religión
El becerro siguió perdiendo pedazos.
Desapareciendo.
Poco tiempo después
nos descubrimos adorando
cuatro varillas de un metal corroído
sobre un pedestal
en donde antes estuvieron cuatro patas
y antes
un becerro dorado.